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La ciudad austriaca más sorprendente para visitar en invierno está escondida en los Alpes
La ciudad austriaca más sorprendente está escondida en los Alpes: llena de edificios barrocos y cruzada por un río
Innsbruck tiene la proporción perfecta entre ciudad y montaña. Es sofisticada sin pretenderlo, y lo demuestra cada invierno, cuando los Alpes se reflejan en sus tejados como si formaran parte del plan.
En Innsbruck no hay que elegir entre ciudad o montaña porque las dos son la misma cosa. La capital del Tirol, con apenas 130.000 habitantes, es una rareza en Europa. Ninguna otra ciudad combina tanta historia imperial, tanta vida urbana y tantas pistas de esquí a tan poca distancia. Aquí los Alpes son parte del paisaje cotidiano. Desde el centro histórico se puede ver cómo las montañas del Nordkette, de más de 2.300 metros de altura, apoyan sus cumbres sobre los tejados barrocos y las agujas góticas.
A diferencia de otras ciudades alpinas que viven solo del turismo de invierno, Innsbruck tiene un pulso propio durante todo el año: una universidad con más de 30.000 estudiantes, un aeropuerto internacional a 15 minutos del centro, y un legado arquitectónico que resume medio milenio de historia europea.
Fue capital del Imperio de los Habsburgo, sede de los Juegos Olímpicos de Invierno en 1964 y 1976, y hoy es un laboratorio urbano donde lo clásico convive con lo vanguardista. Lo demuestra su funicular futurista diseñado por Zaha Hadid, su red de museos y la forma en que los locales se mueven entre palacios y pistas. Innsbruck no intenta ser Viena con nieve: es una ciudad que aprendió a vivir dentro de los Alpes y a hacerlo con estilo.
Innsbruck, donde la historia tiene vistas
El casco antiguo de Innsbruck se recorre en apenas una hora, pero cada paso encierra un siglo. El Tejadillo de Oro (Goldenes Dachl), cubierto con más de 2.600 tejas doradas, fue construido en el siglo XV para que el emperador Maximiliano I observara desde su balcón los torneos y celebraciones de la plaza. A su alrededor, las fachadas pastel y los soportales góticos conservan el aire cortesano del Tirol de los Habsburgo.
La Catedral de San Jacobo, con su cúpula verde y su interior barroco de mármoles policromos, es otro símbolo del poder histórico de la ciudad. A un corto paseo se levanta el Teatro Estatal del Tirol, donde las óperas conviven con producciones contemporáneas, y el Museo de Arte Tirolés, que expone desde retratos del siglo XVIII hasta fotografía actual.
Quien sube al Hungerburgbahn, el funicular diseñado por Zaha Hadid, entiende de golpe la verdadera escala del lugar: en apenas veinte minutos, se pasa del casco histórico a las laderas nevadas del Nordkette, con vistas que parecen sacadas de un cuadro romántico. Pocas ciudades del mundo ofrecen un salto tan literal entre lo urbano y lo natural.

Donde empieza la nieve (y nunca termina)
Innsbruck no tiene una sola estación, sino nueve. El conjunto, conocido como Olympia SkiWorld Innsbruck, reúne más de 300 kilómetros de pistas en un radio de 30 minutos desde el centro. Aquí se puede desayunar en un café junto al río Inn, ponerse los esquís una hora después y volver a la ciudad a cenar sin prisas.
Las más cercanas son las del Nordkette, accesibles directamente en funicular, ideales para esquiar con vistas al casco antiguo. Los expertos prefieren la Patscherkofel, mítica por haber acogido las Olimpiadas de 1964 y 1976, mientras que las familias optan por Muttereralm, con pistas suaves y refugios donde la sopa caliente se sirve con una sonrisa y un trozo de pan de centeno.
Para los amantes del esquí de fondo o las caminatas invernales, el valle de Stubai —a 40 minutos— es una joya. Su glaciar, a más de 3.000 metros de altitud, garantiza nieve todo el año y ofrece vistas panorámicas desde la plataforma Top of Tyrol, suspendida literalmente sobre el vacío. El tipo de paisaje que redefine la palabra “blanco”.

La elegancia alpina del día a día
Una de las claves del encanto de Innsbruck es su ritmo. Pese a su tamaño, la ciudad se siente serena, casi doméstica. Los cafés —auténticas instituciones locales— marcan la jornada. El Café Sacher Innsbruck, con su tarta del mismo nombre y sus sillones de terciopelo, es el más clásico. Pero el Café Munding, abierto en 1803, conserva un aire aún más genuino: bandejas de repostería, paredes con retratos antiguos y ese murmullo que solo tienen los lugares donde el tiempo no corre.
Para comer, la gastronomía tirolesa combina contundencia y delicadez: Kaspressknödel (albóndigas de queso), rostbraten (solomillo con salsa) o apfelstrudel, el inevitable pastel de manzana que aquí sabe distinto. En el restaurante die Wilderin, los productos de granja y la caza local se reinterpretan con un enfoque contemporáneo y sin pretensiones. Y si hay que celebrar el final de una jornada de esquí, nada como subir a la Seegrube, el restaurante panorámico del Nordkette, con vino caliente y vistas de toda la ciudad bajo un manto de nieve.

Entre palacios, luces y nieve
En diciembre y enero, la ciudad vive su propio Adviento alpino, con mercados navideños que huelen a canela, almendras tostadas y vino especiado. El más bonito es el que se celebra junto al Tejadillo de Oro, aunque el de la Marktplatz, junto al río, tiene la mejor vista: los Alpes encendidos por el sol de invierno.
La elegancia imperial sigue presente en el Palacio de Hofburg, antigua residencia de los Habsburgo, y en el Castillo de Ambras, donde se exhiben retratos de nobles del siglo XVI entre tapices flamencos. Pero lo que hace diferente a Innsbruck es su capacidad de equilibrio: aquí se puede esquiar por la mañana, visitar un museo por la tarde y cenar en un restaurante que te llenará de felicidad al caer la noche, todo sin salir de la misma ciudad.
