
Tiene más de setenta cascadas y las vistas son impresionantes: así es el valle más bonito de Suiza
Si crees que ya has visto suficientes montañas espectaculares, prepárate para reiniciar tus estándares. Lauterbrunnen se escucha, se camina, y se te queda grabada con el primer vistazo.
Cuando un lugar tiene 72 cascadas en apenas unos pocos kilómetros de valle, algo está claramente descontrolado para bien. Lauterbrunnen, en el Oberland bernés suizo, no es solo un destino bonito: es un despliegue de geografía en estado puro, igual que otros paraísos suizos como el pueblo de Gruyères. Las montañas se imponen sin preguntar. El agua se lanza. Y todo, sorprendentemente, sigue un orden suizo impecable.
Desde que bajas del tren panorámico, la sensación es que has entrado en una maqueta en 3D. Praderas que parecen planchadas, casas de madera alineadas con escuadra y cascadas cayendo desde acantilados que desafían cualquier lógica urbana. Aquí, la verticalidad se sirve nada más llegar.
Agua que cae desde todas partes
El nombre Lauterbrunnen significa "fuentes ruidosas" y, por una vez, la toponimia no exagera. El valle es estrecho, profundo y está flanqueado por paredes de roca que superan los 400 metros de altura. Desde ahí, el agua cae en forma de hilos, chorros o verdaderas cortinas líquidas. Algunas visibles desde la carretera, otras escondidas en grietas o túneles.
La más conocida es la Staubbachfall, una cascada altísima, de casi 300 metros de caída libre, que se desploma justo al borde del pueblo. En días de viento, el agua no cae recta: flota, se dispersa en gotas y forma una especie de niebla suspendida en el aire. Un sendero sube hasta un mirador excavado detrás de la roca. Vale la pena mojarse un poco.
A solo unos minutos está Trümmelbachfälle, un conjunto de diez cascadas interiores alimentadas por los glaciares del Eiger, Mönch y Jungfrau. Aquí el agua se siente desde lejos, pero no se ve: dentro de la montaña, a través de túneles y pasarelas, se recorren cavidades esculpidas por siglos de erosión. El estruendo es tal que a veces no se puede hablar. No hace falta.

Trenes, teleféricos y pueblos sin coches
Una de las maravillas prácticas de Lauterbrunnen es que puedes moverte con facilidad. Caminas, subes a un tren cremallera, tomas un teleférico y llegas a pueblos colgados en las laderas.
A un lado está Wengen, donde no hay coches y todo se mueve con calma. Desde allí, se puede seguir subiendo a Kleine Scheidegg, un paso de montaña con vistas perfectas al macizo del Jungfrau. Y si aún queda energía (o curiosidad), parte desde ahí el tren más alto de Europa: el Jungfraujoch, que sube hasta 3.454 metros por el interior de la montaña. Arriba hay nieve todo el año, y una vista que justifica el precio del billete.
En la ladera opuesta, otro teleférico lleva a Mürren, también libre de tráfico y con uno de los mejores miradores naturales de Suiza. La caminata hacia el Schilthorn, famosa por su plataforma giratoria con restaurante panorámico, merece la pena.

Algo más que paisajes bonitos
El valle fue mencionado ya en documentos del siglo XIII, y durante siglos fue zona de paso entre el norte y el sur de Europa. Algunas de las casas del pueblo tienen más de 400 años, y la arquitectura tradicional se ha conservado casi intacta, con mimo.
La cultura local sigue presente en los detalles: festivales alpinos, conciertos de corno suizo, artesanía en madera, y —por supuesto— queso. Aquí una fondue no es una atracción para turistas, es una cena habitual. Lo mismo con la raclette. Si puedes, reserva mesa en alguna posada familiar y deja que te sirvan lo que comen ellos.
Las vacas llevan cencerros y la gente que canta yodel al caer la tarde. Justo como tenías en mente. Con agua que cae, montañas que miran, y una calma que es el ritmo natural.
