
El refugio de Mallorca que es perfecto para desconectar: tiene vistas a la Sierra de Tramuntana y las mejores puestas de sol
Entre montañas, olivares y arte, Deià es la escapada definitiva para quienes saben mirar y desconectar de verdad. Aviso: todos quieres repetir año tras año.
Decía Robert Graves que en Deià el tiempo no pasa, se transforma. El escritor inglés no fue el primero en caer rendido ante este joya de las Baleares, pero sí fue uno de los que mejor lo supo explicar. Llegó en los años 20 buscando paz tras la guerra y se quedó por la belleza de este rincón de Mallorca. Porque Deià no presume, no lo necesita. Sus casas apretadas en la ladera y los caminos de piedra seca no han cambiado mucho desde entonces.
Aquí los atardeceres son casi una religión, como ocurre en Santa Gertrudis, y no hay neones ni beach clubs con DJ sueco, pero sí una calma rara, poco común en la isla. Deià es, en el mejor sentido, un anacronismo: un pueblo que no se ha dejado domesticar del todo por el turismo. Quizá porque, en lugar de hoteles mastodónticos, lo que tiene son casas convertidas en refugios íntimos, galerías con personalidad y restaurantes donde el menú cambia según el pescado y el marisco que haya traído el mar.
Deià no es solo un pueblo bonito
A simple vista, Deià parece el típico pueblo con encanto que aparece en todas las listas. Pero quedarse ahí sería perderse el punto. Este rincón de la Sierra de Tramuntana —declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO— tiene una historia que se palpa en cada rincón. Desde los restos arqueológicos en la zona de Son Marroig hasta la influencia árabe que aún se nota en el sistema de regadío de los bancales.
Un paseo por sus callejuelas empedradas es suficiente para querer repetir. Te cruzas con artistas locales que llevan décadas aquí, con galerías pequeñas, pero exigentes, con talleres donde se hacen piezas de cerámica o de cuero como hace cien años. Y sí, también con algún que otro personaje famoso que busca pasar desapercibido. Pero en Deià las celebrities pasan desapercibidas: a veces hasta se comparte un café con ella sin más.
Uno de los puntos más especiales es la iglesia de San Juan Bautista, en lo alto del pueblo. Desde su cementerio se domina todo el valle, y ahí está enterrado el propio Robert Graves, en una tumba sobria que mira al mar. Es una visita casi obligada por respeto a esa manera de vivir que se tomaba su tiempo.

Comer, dormir y perderse (a propósito)
Comer en Deià es una experiencia con muchos matices. Hay lugares de alta cocina como el restaurante de Belmond La Residencia, pero también pequeñas fondas y bistrós con alma. Casi todos comparten una filosofía clara: productos de aquí, cocina sin aspavientos y paisajes que te quitan el apetito de lo bonitos que son. El pan suele ser casero, el aceite viene de olivos cercanos y los vinos, sorprendentemente buenos, también son locales. En definitiva, no cena: se sienta a vivir el día hasta el final.
Dormir también es parte del viaje. Hay alojamientos para todos los gustos, pero incluso los más exclusivos huyen del lujo ostentoso. En su lugar, apuestan por la privacidad, el diseño discreto y el trato cercano. Algunos están escondidos entre terrazas de olivos, otros son antiguas casas reconvertidas. En todos se respira ese aire de retiro voluntario, de quien ha decidido parar un momento, respirar profundo y escucharse.
Y luego está el mar. Deià no tiene una playa en el sentido tradicional, pero tiene Cala Deià, que es pequeña, rocosa y sincera. El agua es clara como el cristal y, fuera de temporada, el silencio solo lo rompe el chapoteo de algún nadador valiente. En verano, eso sí, la cala se llena y el encanto se diluye un poco. La clave está en madrugar o en quedarse al atardecer, cuando la luz naranja del sol cae tras las montañas.

No es para todo el mundo (y eso está bien)
Deià no se entrega a cualquiera. Requiere cierto estado mental. No hay mucho que hacer en el sentido tradicional, y eso desespera a los que vienen con prisa. Pero para los que saben detenerse, es un pequeño lujo de autenticidad.
Quizá por eso ha sido (y sigue siendo) un imán para creadores: poetas, músicos, pintores. Gente que necesita silencio para pensar y belleza para inspirarse.
