
Esta es la ruta definitiva de tapas por Logroño: los mejores sitios para comer en la calle Laurel
Una calle con nombre de planta y alma de barra. La Laurel de Logroño es un desfile de sabores donde cada bar tiene su leyenda. Aquí, la tapa no acompaña al vino: lo desafía.
Hay algo profundamente democrático en comer de pie. Mezclarse con extraños alrededor de una barra, rodeado de voces, servilletas arrugadas y platos diminutos que dicen más de una región que muchos museos. La calle Laurel, epicentro del turismo en Logroño, es precisamente eso: una lección de Rioja servida en pincho.
En un país que ha elevado el tapeo a patrimonio emocional, esta calle es como la alineación titular de los bares. No hay tiempo para dudas: aquí se viene a lo que se viene. Y si uno se deja guiar por un logroñés —o al menos se fija cómo lo hace el de al lado—, se puede terminar el paseo con el paladar rendido y la dignidad casi intacta. Casi.
Una barra, una especialidad, cero tonterías
En muchos sitios de la calle Laurel no hay carta larga, ni platos "inspirados en la cocina tradicional con toques de autor". Aquí los bares se definen por una cosa, y esa cosa la hacen mejor que nadie. El ejemplo perfecto es el Bar Soriano, probablemente el local más icónico de todos. Solo sirven una cosa: champiñones a la plancha con una gamba encima. Tres, uno sobre otro, formando una especie de torre caliente y jugosa que corona una rebanada de pan. Comerlo sin parecer salido de una guerra de salsas solo es posible si lo haces como lo hace un local. Spoiler: el pan no es solo pan, es una herramienta.
A dos pasos está el Bar Perchas, templo de otro de los grandes clásicos: la oreja de cerdo rebozada. Crujiente por fuera, tierna por dentro, con ese punto picante (si así lo quieres) que te hace pedir otra caña. Es uno de esos sabores que generan escepticismo hasta el primer mordisco. Luego viene la adicción.
Otro imprescindible con un aura de misterio es el Tío Agus. Aquí se sirve un único pincho: una brocheta que recuerda al clásico pincho moruno, pero que esconde una salsa que nadie ha sido capaz de descifrar. Pura alquimia riojana.

Otras delicias de la calle Laurel de Logroño
Jubera es el nombre que hay que recordar si uno busca las que, para muchos, son las mejores bravas de Logroño. Cazuelita de barro, dos niveles de picante a elegir y una rotundidad que le da sentido a la vida. Este bar también es monógamo en su carta: aquí se viene por patatas. Y qué patatas.
Si te apetece algo más sofisticado, sin salir del código tapa, pasa por El Canalla. Ahí se sirve una versión en miniatura del plato más emblemático de La Rioja: patatas a la riojana. Pero no como esperas. Vienen en formato vasito, con un punto más gourmet y una ejecución impecable. También tienen una "explosión de huevo", bocado de hojaldre que esconde una yema líquida que revienta con elegancia en boca. Lo que viene siendo un pequeño escándalo.
Y no todo son guisos. En El Cid, las setas a la plancha son religión. Simpleza bien entendida: setas, plancha, sal y un poquito de ajo. Nada más. Nada menos.
Para los fanáticos del vinagre, hay que hacer parada en el Blanco y Negro y pedir el "matrimonio": anchoa, boquerón y pimiento. Ácido, salado, untuoso. Si eres de los que adoran un buen encurtido, este es tu sitio.

Ruta, historia y un buen helado para cerrar
La calle Laurel de Logroño no es solo comida. Hay mucha historia. El origen de la tapa, por ejemplo, viene de cuando se colocaba un trozo de pan o embutido sobre la copa de vino para evitar que cayera polvo —o alguna mosca descarada— dentro. De ahí que muchas tapas sean aún miniaturas coronadas por algo contundente. Cada bar guarda un poco de esa tradición, pero la lleva al límite.
El trazado de la calle es curioso: tiene forma de letra E vista desde arriba, y su suelo recoge el recorrido del río Ebro. Se la conoce como la "senda de los elefantes", por obvias razones: se entra andando recto y se sale trompa en ristre.
Y si después de tanto bar te queda sitio para algo dulce, acércate a la calle Portal, justo al lado, donde está Dellasera. No es una heladería cualquiera. Fernando Sáenz, el maestro detrás del mostrador, es un alquimista del frío. Aquí puedes probar helado de sombra de higuera, de olivas en vino blanco o de guisante lágrima. Suena raro. Lo es. Y está buenísimo.
