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Por qué el invierno es el mejor momento para ir a Venecia y descubrir sus tres islas: están llenas de casas de colores y parecen mágicas
Murano es famosa por su cristal, Burano por su encaje y Torcello por tener un notable patrimonio arquitectónico y apenas 20 habitantes. Son tres islas de la Laguna de Venecia que hay que visitar, sobre todo en invierno. Las ronda la magia.
Toda Venecia es de una belleza suprema, pero a veces nos olvidamos de las otras islas que salpican la laguna. Y eso que son tan sorprendentes que resultan mágicas, con sus casas de colores, sus canales y sus magníficos monumentos. Nos referimos a Murano, la del cristal; Burano, la del encaje, y Torcello, pequeña pero de gran patrimonio y visitada por Hemingway. A las tres se llega en un estimulante viaje en vaporetto desde la Piazza San Marco, sin ir más lejos.
Qué ver en estas tres islas de Venecia
A Murano, a un kilómetro solo de Venecia, se la conoce de sobra por el vidrio, que eclipsó a todos los centros de fabricación de Occidente desde el siglo XIII hasta el XVII. Fue el lugar de destino de los maestros vidrieros, que se vieron obligados a irse de la ciudad en 1291 para prevenir los posibles incendios que podía provocar el propio proceso de fabricación.

Eso sí, nunca estuvieron autorizados a abandonar la Serenísima República, para que no salieran de allí jamás los secretos del arte que tanto y de tal manera dominaban. No obstante, sí que lograron difundirse, hasta el punto de influir en otra poderosa industria, la de Bohemia, hoy República Checa y Polonia. Es joya cultural y símbolo del lujo. Tan reputados eran estos artesanos que, a los que no pertenecían a la nobleza, les estaba permitido esposarse con los patricios.
Murano, la isla de los palacios y el cristal
Murano es también una isla de islas, que a su vez están divididas por canales y comunicadas entre sí por puentes. No le falta monumentalidad. Ahí están sus casas renacentistas y su faro blanco. También hace gala de su carácter pintoresco. Solo hay que ver cómo se combinan aquí también los colores, dibujando una inolvidable estampa. Pero la ha hecho grande, como decíamos, la producción de vidrio artesanal, alabada desde tiempos inmemoriales y que parece remontarse al antiguo Egipto.

El arte le sale por los cuatro costados. De hecho, los grandes maestros se encargaron de guiar a Picasso o Chagall en la creación de sus obras de cristal. Las copas de pie elevado con detalles a capricho, las jarritas con rizos de hilo blanco, la imitación de piedras preciosas o las lámparas de araña. Aún hoy siguen fabricándose, comercializadas a gran escala o como obras de arte únicas. Es más, muchos talleres históricos se han convertido en renombradas marcas internacionales.
El Museo del Vetro, gótico florido y talleres artesanales
Salta a la vista en los talleres artesanales, que se encuentran aquí y allá, y en las esculturas de vidrio soplado que forman parte del espacio público. Y, por supuesto, en el Museo del Vidrio, alojado en el fabuloso Palacio Giustinian, donde pueden contemplarse infinitas obras de artistas y artesanos.
Un palacio que nació como residencia patricia con las formas típicas del gótico florido y que fue comprado por el obispo de Torcello, Marco Giustinian, en 1689 para donarlo a la diócesis. Entonces se reestructuró totalmente. De esa época es el techo de la sala central, pintado al fresco. Luego pasaría al ayuntamiento y después se convertiría en sede del Museo del Vetro (en italiano).

Más allá del vidrio, hay que visitar la basílica de Santa María y San Donato, que data del siglo VII, nada menos, y sorprende por su portada gótica y sus mosaicos de estilo véneto-bizantino, de gran influencia en la isla, que tapizan el suelo y los muros, bañándose en dorado. O la iglesia de San Pedro Mártir, que reluce por sus columnatas de mármol y la capilla de la familia Ballarin. Otro palacio de gran belleza es el Palazzo da Mula, gótico igualmente y de los siglos XII y XIII, residencia de patricios y hoy sede del Ayuntamiento de Murano.
Burano, la isla de las casas de colores vivos
Es curioso que en Burano, la isla de las casas de colores, también haya una torre inclinada como la de Pisa, la del campanario de su única iglesia, dedicada a San Martino, que está en su única plaza, la que lleva el nombre de su hijo más ilustre, el compositor Baldassare Galuppi (1706-1785). Se ubica al noreste de Murano, en la Laguna de Venecia septentrional, a siete kilómetros de la capital de la región del Véneto. Ya lo adelantábamos. Si Murano es famosa por su vidrio, Burano lo es por su encaje de hilo.

También el encaje tiene su museo, el Museo del Merletto, en la misma plaza, en el histórico palacio del Podestà de Torcello, que fue sede de la Escuela de Encaje de Burano, fundada por la condesa Andriana Marcello, con la idea de recuperar una tradición centenaria, desde 1872 hasta 1970. Atesora más de cien ejemplares de la valiosa colección de dicha escuela, además de testimonios de la producción veneciana anterior, desde el siglo XVI. Junto a la exposición, se puede ver a las encajeras trabajar por las mañanas.
Una catedral antiquísima y una leyenda
Para terminar de redondear la magia, hay una leyenda en Torcello en torno al Ponte del Diavolo, con un pacto con el diablo como eje. ¿O acaso era una familia apodada así, Diavoli? Pero lo más grandioso de esta isla veneciana es la catedral de la Asunción, fundada en el año 639 y con importante obra bizantina de los siglos XI y XII, mosaicos incluidos.
Sin dejar de lado la hermosa iglesia de Santa Fosca (XII-XIII), con pórtico en forma de cruz griega, y un museo que ocupa dos palacios del siglo XIV, el Palazzo dell’Archivio y el Palazzo del Consiglio. Hay también un imponente trono de piedra labrada, que se dice de Atila, pero sin que tenga nada que ver con el rey de los hunos, cuyo paso por aquí tampoco dejó crecer la hierba.

Torcello es un lugar privilegiado y solitario, con un aire de isla remota. Y, en efecto, está escasamente poblada, contrariamente a lo que pasó antaño, cuando tuvo la mayor población de la República de Venecia. A ella huyeron los vénetos desde tierra firme tras la caída del Imperio Romano para refugiarse de las continuas invasiones bárbaras. Las salinas la llevaron a crecer económicamente y, en paralelo, se desarrolló su puerto como un referente del comercio entre Oriente y Occidente.
Esto fue así hasta que en el siglo XII empezó la laguna a encenagarse y resultó imposible la navegación. No tardaron las enfermedades en hacer acto de aparición y, como consecuencia, los habitantes la abandonaron con destino a las cercanas Murano, Burano e incluso Venecia. Llegó a tener 20.000 habitantes en su momento de mayor esplendor, pero hoy apenas tiene 20.