Este pueblo de herencia mudéjar es la mejor escapada de invierno: está en Aragón y su arquitectura es Patrimonio de la Humanidad
A medio camino entre Zaragoza y Madrid, Calatayud combina arquitectura mudéjar, vino con DO y mucha tranquilidad. Una escapada invernal perfecta.
Es muy probable que Calatayud no aparezca en todas las listas de escapadas otoñales o de invierno. Y mejor, por eso se mantiene intacta. En Aragón, todos hablan del lago termal más grande Europa o del pueblo medieval de Aínsa, pero pocos recuerdan que esta ciudad, fundada en el siglo II a. C. por los romanos, conserva uno de los conjuntos mudéjares más extensos e interesantes del país.
El ladrillo en Calatayud no es un material, es un lenguaje: torres que se elevan, cúpulas recubiertas de cerámica vidriada y calles que conservan la huella de tres culturas superpuestas (cristiana, judía y musulmana).
Apenas 30.000 habitantes y una localización estratégica a 86 kilómetros de Zaragoza. Esa combinación ha permitido que Calatayud mantenga su tamaño humano y su identidad intacta. No tiene multitudes ni tiendas de souvenirs. Lo que tiene es algo más apetecible: un casco histórico con aire medieval, bares de tapas donde aún se habla con acento aragonés y una arquitectura que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2001 dentro del conjunto de arte mudéjar de Aragón.
El viajero que llegue en invierno descubrirá una calma que no es aburrida, sino profunda. Calles empedradas, chimeneas encendidas, olor a leña y a vino. La belleza de Calatayud está en el detalle: en el tono rojizo del ladrillo al caer la tarde, en y en la sensación de que el tiempo transcurre al ritmo correcto.
Calatayud a primera vista
La mejor manera de conocer Calatayud es caminando. El punto de partida lógico es la Colegiata de Santa María la Mayor, ejemplo puro de arquitectura mudéjar aragonesa, con una torre octogonal del siglo XIV. En su interior, el retablo de Damián Forment —uno de los grandes escultores del Renacimiento español— demuestra que aquí la artesanía fue siempre un asunto serio. Muy cerca, la Iglesia de San Andrés sorprende por su torre mudéjar, que combina cerámica verde y azul con motivos geométricos como de un patrón islámico.
El Castillo de Ayyud, que da nombre a la ciudad (“Qal’at Ayyub”, fortaleza de Ayyub), domina el paisaje desde el cerro. Las vistas desde arriba permiten entender la estructura urbana: una ciudad extendida en el valle, rodeada de colinas y viñedos. Por eso se producen algunos de los vinos con mejor relación calidad-precio del país, bajo la Denominación de Origen Calatayud.
Las bodegas locales, como Bodegas San Alejandro o Langa, combinan tradición y modernidad. En la primera, trabajan con pequeños viticultores que cultivan garnacha vieja a más de 900 metros de altitud; en la segunda, una familia con 150 años de historia ha sabido adaptarse con diseño y enoturismo. En invierno, las visitas a bodega son especialmente agradables.

Pasear sin prisa y comer sin protocolo
Calatayud es una ciudad que se recorre bien a pie. Las calles empedradas del casco histórico (en torno a la Plaza del Mercado, la Puerta de Terrer o el barrio de la Judería) conservan su carácter. En los últimos años, han surgido cafés, pequeñas tiendas de vino y espacios dedicados al producto local, pero la esencia gastronómica de la ciudad sigue encontrándose en el Restaurante Mesón de la Dolores.
El edificio, levantado entre los siglos XV y XVI, fue en su origen una casona aragonesa con portalón adintelado, vigas de madera y patio empedrado, tal como dictaban los cánones de la arquitectura popular del momento. Durante siglos fue posada y hospedería —la antigua Posada de San Antón—, hasta caer en desuso en los años sesenta. La rehabilitación completa llegó en 1997, cuando el deteriorado palacio del Marqués de Ayerbe se convirtió oficialmente en el Mesón de la Dolores, devolviendo a la ciudad una de sus construcciones civiles más emblemáticas.

La figura de “la Dolores”, la célebre vecina de Calatayud inmortalizada por coplas y pasodobles desde el siglo XIX, formaba parte del imaginario popular mucho antes de que existiera el restaurante. Su historia —la de una mujer repudiada por su familia, víctima de rumores y protagonista involuntaria de canciones que no le hicieron justicia— se convirtió en leyenda y, con el tiempo, en símbolo local. Hoy, el Mesón lleva su nombre como un guiño a la memoria colectiva de la ciudad, resignificando un mito que durante años fue más burla que homenaje.
Comer allí es, en cierto modo, atravesar esa puerta del tiempo. Entre muros gruesos, techos de madera y un ambiente cálido, el restaurante mantiene viva la cocina tradicional aragonesa sin imposturas: ternasco al horno, migas, borraja con almejas, guisos de cuchara y postres caseros. No hay pretensión ni artificio, solo oficio. El personal —profesional y amable sin exageraciones— trabaja con el mismo ritmo que marca la ciudad.
Por la tarde, lo mejor es seguir caminando sin rumbo fijo: las fachadas con escudos familiares, las arcadas de la plaza y los soportales que aún conservan tiendas tradicionales. La Plaza de España desde hace décadas como punto de encuentro local, y sus terrazas —si el tiempo acompaña— permiten observar el pulso tranquilo de la ciudad.

Una ciudad con capas
Calatayud tiene una de las superposiciones históricas más densas de Aragón. A cuatro kilómetros, los restos de Bilbilis Augusta, la ciudad romana donde nació el poeta Marcial, permiten recorrer un teatro de más de 4.000 localidades y un foro en proceso de excavación.
Esa mezcla se nota también en la arquitectura civil: balcones de forja, cerámica vidriada y casas solariegas del siglo XVIII. Si el día amanece claro, las colinas que rodean la ciudad invitan a pequeñas excursiones a pie o en coche. Los miradores naturales —como el del Cerro de la Peña— ofrecen una panorámica perfecta del valle y sus torres

Más allá del casco urbano
En los alrededores, el Monasterio de Piedra sigue siendo la excursión imprescindible, sobre todo en invierno, cuando el agua cae con más fuerza y los senderos se vacían. Fundado en 1194 por monjes cistercienses, combina historia, naturaleza y un hotel con spa en el propio recinto.
También merece una visita el pueblo de Maluenda, a 10 kilómetros, con su impresionante Iglesia de Santa María, considerada una joya del mudéjar rural aragonés. Otros municipios como Paracuellos de Jiloca o Torralba de Ribota conservan iglesias fortificadas y torres decoradas que completarán tu visita a las de la capital comarcal.

Por qué merece la pena Calatayud
A diferencia de otras localidades patrimoniales, aquí el mantenimiento no depende del turismo, sino del propio tejido local. La Escuela Taller de Restauración, por ejemplo, lleva décadas formando a jóvenes artesanos en técnicas de albañilería tradicional y cerámica, garantizando que el ladrillo siga teniendo futuro. Ese conocimiento técnico, poco visible, pero esencial, es el que mantiene en pie las fachadas que el visitante fotografía.
Fuera del ámbito monumental, Calatayud también mira hacia adelante. La DO Calatayud ha pasado de tener 9 bodegas en los años 90 a más de 40 hoy, con exportaciones que llegan a Estados Unidos y Reino Unido. La altitud de sus viñedos —entre 700 y 1.100 metros— la convierte en una de las zonas vitivinícolas más altas de España, y por tanto, una de las más adaptadas al cambio climático. En paralelo, la ciudad ha apostado por la conectividad: el AVE la conecta con Madrid en apenas una hora, y con Zaragoza en 25 minutos. Eso la ha convertido en una escapada lógica para viajeros que buscan patrimonio, gastronomía y confort sin las multitudes del Pirineo ni el coste de las grandes capitales. En otras palabras: Calatayud no necesita parecerse a nadie. Tiene historia, arquitectura y vino suficientes para sostener su propio relato.