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Esta ciudad hará que te enamores de Alemania: tiene un castillo en medio del bosque y casas de cuento
Heidelberg fue y sigue siendo una ciudad entregada apasionadamente a la belleza. Cayeron rendidos ante ella Mark Twain o Turner. No es casualidad que tenga un castillo en el bosque y un camino para los filósofos. Es la predilecta de las musas.
Si hay una ciudad querida por las musas, esa es la hermosa Heidelberg, situada en el valle del Neckar, en el noroeste del estado de Baden-Wurtemberg, sur de Alemania. Y lo cierto es que es pura inspiración. Solo hay que ver cómo su espectacular castillo, o lo que queda de él, aparece a mitad de ladera y en medio de un frondoso vergel, asomándose al río desde sus 70 metros de altitud, y abanderando la ciudad antigua, mientras las colinas se afanan por ondular el paisaje. Heidelberg está rodeada por el Odenwald, macizo montañoso, y por la reserva natural del Bosque del Palatinado.
Heidelberg, objeto de deseo de artistas y poetas
Siendo así, a quién puede extrañar que se convirtiera en objeto de deseo de artistas y de que alentara un círculo de poetas románticos, encabezado por Eichendorff. Es más, a ver qué otra ciudad europea puede presumir de un Camino de los Filósofos, no solo para la enseñanza, al estilo de Aristóteles y los peripatéticos, sino para quedarse extasiado ante las impresionantes vistas, como salidas de cuadro de pintor. Un mirador excepcional y un lugar de descanso único que rinde homenaje, entre otros, al inmortal Hölderlin, símbolo de la más alta cultura alemana, quien compuso, precisamente, una Oda a Heidelberg.

Es de subrayar el sofisticado puzzle que componen los tejados de sus edificios, entre los que se elevan, rompiendo la horizontalidad, las torres de sus iglesias. Entre sus muchas fortunas, Heidelberg también tuvo la de salvarse, en buena medida, de la destrucción que trajo consigo la II Guerra Mundial. Inspiradora, desde luego, lo es mucho. Y romántica, igual o más, como Grasmere, el pueblo más bonito de Reino Unido. Por su belleza desmesurada y porque todo parece ser excesivo aquí. Muy en la línea del primer Goethe, el del Werther, esa pasión desmedida. Además de científica, porque si por algo es conocida también es por albergar la universidad alemana más antigua, de 1386, a la que hay que sumar un buen número de institutos y empresas de investigación de prestigio internacional.
Un jardín epicúreo y el tonel más grande del mundo
El colmo del romanticismo, lo decíamos, es el castillo, como perteneciente a otro mundo, sacado de cuento o de novela, con su jardín epicúreo. Un paraíso aquí en la tierra. En sus mejores tiempos fue residencia de los condes palatinos y príncipes electores de la Casa de Wittelsbach, que gobernaron el condado Palatino del Rin durante más de 400 años. Su gloria traspasaba fronteras hasta llegar a rivalizar con las cortes imperiales de Viena, la ciudad de la música, y Praga. Así que es de imaginar que entre sus muros se celebraron los más suntuosos bailes y banquetes.

Un esplendor que se apagó a finales del XVII, cuando fue destruido, hasta que los románticos lo pusieron, metafóricamente, en su sitio. Como curiosidad, y ya sin romanticismo, o no tanto, en su interior hay un enorme tonel hecho de madera, que no contiene vino desde hace más de un siglo, pero que sí es una irresistible atracción turística con su capacidad para contener 222.000 litros. Y antes que este hubo otros tres. El primero, de 1592, llegó a tener una pequeña pista de baile en su parte superior. Cambiando de tercio, el Museo de la Farmacia es otro de los reclamos del castillo.
Un puente viejo con una monumental puerta de entrada
Del castillo es fácil ir a parar al Puente Viejo, el primero hecho de piedra arenisca del valle del Neckar y no de madera, en época del elector Karl Theodor (1788). Un puente mayúsculo en tanto que permite cruzar el caudaloso Neckar desde el casco antiguo, donde se halla la puerta con sus dos imponentes torres, que formaba parte de la muralla medieval, al distrito de Neuenheim, residencial y de vocación universitaria. Lo presiden dos esculturas, la de Karl Theodor, muy comprometido con el desarrollo cultural de su territorio, y la de diosa romana Minerva, la Palas Atenea de los griegos, que remite divinamente a la sabiduría. Ya decíamos que esta ciudad era un Parnaso.

Más allá de castillo y puente, hay que vagabundear por la ciudad para deleitarse con sus casas, cafés y encantadoras tiendas. Por ejemplo, por la larguísima y antiquísima, y felizmente peatonal, Hauptstrasse hasta llegar a la Marktplatz, la plaza del Mercado, donde está el ayuntamiento, de rica fachada ornamental como buen ejemplar barroco; la iglesia del Espíritu Santo (Heiliggeistkirche), presumiendo de campanario y de factura gótica, y la fuente de Hércules, también barroca, con el héroe afanado en uno de sus doce trabajos. Y hasta la Kornmarkt, donde, ojo al dato, está la estación del funicular, además de la estatua barroca de la Madonna y el señorial Palais Prinz Carl, con su fastuoso Salón de Espejos y su bodega abovedada.
Con todo, Heidelberg es Ciudad de la Literatura por la Unesco. En su Universidad enseñaron Hegel, Jaspers, Gadamer, Habermas, Hannah Arendt o nuestro Emilio Lledó. También sucumbieron a ella Mark Twain y William Turner, precisamente el pintor que mejor trasladó las emociones al paisaje. Y, cómo no, Goethe, que siempre tuvo un olfato especial para la belleza.