
Las islas más bellas del mundo no están en el mar: están en Italia, en un lago espectacular al sur de los Alpes
Las islas Borromeas, en medio del lago Maggiore, llevan siglos seduciendo a aristócratas, artistas y viajeros por su mezcla de exuberancia y perfección. Entre palacios fastuosos, jardines de ensueño y vistas alpinas de escándalo, este rincón italiano sigue compitiendo, sin complejos, por el título de “el lugar más bello del mundo”.
Si un millonario excéntrico decidiera inventarse unas islas para presumir en sus eventos y reuniones sociales, probablemente el resultado sería algo parecido a las islas Borromeas. No contento con un entorno ya privilegiado que solo podemos encontrar en Italia —un lago enmarcado por montañas alpinas—, las habría adornado con palacios dignos de la realeza, jardines donde hasta los pavos reales parecen conscientes de su propio estatus y rincones mimados al detalle. La diferencia es que aquí no hay trampa ni cartón: lo que ves es lo que hay. Y lo que hay es una exhibición desvergonzada de belleza y poder.
El escritor francés Gustave Flaubert, poco dado a la hipérbole, describió estas islas como “el lugar más bello del mundo”. No es el único en haber caído rendido. Desde Napoleón hasta Hemingway, pasando por la realeza europea, todos han paseado por sus jardines y dormido entre sus muros. Pero, ¿qué hace que este archipiélago de bolsillo sea tan especial?
Tres islas, tres mundos
Las Borromeas son un trío (más un islote fantasma) repartido en el lago Maggiore, en la región del Piamonte. Cada una con su propia personalidad y un papel específico en esta escenografía grandiosa.
Isola Bella: un auténtico capricho
Aquí no hay humildad ni discreción. Isola Bella es un monumento al exceso, un capricho barroco diseñado por la influyente familia Borromeo en el siglo XVII para impresionar. Y vaya si lo consiguieron. Su palacio, una joya de la opulencia con salones decorados con frescos, lámparas de Murano y tapices flamencos, se asoma al lago con un descaro absoluto.
Pero lo más asombroso está en el exterior: los jardines en terrazas que trepan como una pirámide vegetal hasta culminar en una estatua de un unicornio (sí, un unicornio), símbolo heráldico de la familia. Cipreses recortados, camelias en flor, fuentes, esculturas y pavos reales blancos desfilan como si estuvieran en una pasarela de Milán.

Isola Madre: la jungla elegante
Si Isola Bella es el espectáculo, Isola Madre es la sofisticación discreta. Es la más grande del archipiélago y está cubierta por un jardín botánico donde crecen especies exóticas traídas de todas partes del globo y que hace competencia a alguno de los jardines más bonitos del mundo.
Aquí no hay simetrías barrocas ni exhibiciones rimbombantes, sino un paisaje que parece natural, pero está diseñado con precisión suiza. Su palacio es más sobrio (dentro de los estándares de la aristocracia, claro), pero tiene su propio encanto, con muebles de época y un aire nostálgico que recuerda a las novelas de Henry James.

Isola dei Pescatori: la dosis de autenticidad
Después de tanta aristocracia, un poco de realidad no viene mal. Isola dei Pescatori (o Isla de los Pescadores) es la única habitada de forma permanente y la más modesta en términos de pompa, aunque no por ello menos encantadora. Aquí las protagonistas son las casas de colores, las redes colgadas y los restaurantes donde el pescado fresco es la estrella.
Es el lugar perfecto para sentarse en una terraza con vistas al lago, pedir un risotto con perca y ver cómo el sol se esconde detrás de las montañas.

La historia de las islas Borromeas
Carlos III Borromeo fue el que dio el pistoletazo de salida al proyecto en 1630, ordenando convertir Isola Bella en un palacio con jardines flotantes. Su hijo, Vitaliano VI Borromeo, se encargó de llevarlo a otro nivel: construyó un palacio deslumbrante, terrazas escalonadas, esculturas, fuentes y el famoso unicornio de piedra coronando el conjunto. Básicamente, transformó un islote en un Versalles.
Mientras tanto, Isola Madre se convirtió en su particular laboratorio botánico, donde los Borromeo jugaban a ser exploradores, introduciendo especies exóticas traídas de expediciones por todo el mundo. Y la Isla de los Pescadores… bueno, siguió siendo la isla de los pescadores. Alguien tenía que encargarse del pescado.
En los siglos siguientes, la fama de las Borromeas fue en ascenso. Reyes, emperadores, escritores y políticos pasaron por aquí, dejando su firma en los libros de visitas y suspiros de envidia en sus diarios. Napoleón durmió en Isola Bella (posiblemente en una cama que costaba más que un edificio entero en París), Flaubert las idolatró y Stendhal las incluyó en su lista de lugares imprescindibles.
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